Justo entonces Víctor se volvió para preguntarme algo, lo que hizo
que el ambiente de secretismo se dispersara y ella se sintiese mejor. Mi
imaginación giraba en torno a imágenes de películas de nazis y de la Segunda
Guerra Mundial, hasta que Víctor volvió a asediarme con sus preguntas.
-
Oye, papi ¿Qué es ese lago? – Y pegó su nariz
al cristal formando un círculo de vaho a su alrededor.
-
Eso no es un lago, es el
Embalse de La Peña. Está formado por las aguas del río Gállego, que has visto
antes desde arriba al pasar por un puente. En ese río se practican deportes con
barcas de goma y canoas que se llaman rafting y kayak.
-
Sí como en las aguas bravas
del parque del agua de Zaragoza.
-
Exactamente, ¡Qué listo eres,
hijo! Además en el Pantano de La Peña la gente pesca truchas, y por los
alrededores hay muchas rutas para caminar o ir en bicicleta.
Aprovechamos
mientras llegamos a Jaca para estirar las piernas por el pasillo del vagón. Hay
un montón de gente. Nuestro compartimento es de los pocos que va medio vacío.
Hacía años que no había visto tanta gente en este viaje, pero es lógico, desde
que lo convirtieron en un tren turístico con encanto todo el mundo quiere
disfrutarlo. Hay quienes como nosotros sólo iban a pasar el día, otros harían
noche en Canfranc para bajar el domingo, y
escuche a una pareja que subían con sus bicicletas para iniciar el
Camino de Santiago en Somport.
Todavía
no le había contado a Víctor que con el billete de tren teníamos entrada libre
al museo ferroviario del Canfranero, y que una vez en Canfranc-Estación íbamos
a subir paseando hasta el Fuerte de Coll de Ladrones, que adquirió una empresa
privada hace unos años y lo ha rehabilitado como museo militar y hospedería,
con un restaurante donde dicen que se come muy bien.
Desde
Jaca había una preciosa vista de la peña Oroel, y señalando su cima prometí a
mi hijo que un día subiríamos juntos hasta allí.
Volvimos
a nuestros asientos para disfrutar los últimos treinta kilómetros, que son los
más empinados y más bonitos por sus
paisajes. Allí seguía sentada nuestra compañera de viaje.
-
¿Se cansa de tanto rato en el
tren? – Le pregunté.
-
No, ahora es una delicia
viajar aquí. Yo ya estaba casi acostumbrada a las cuatro horas de viaje y a
acabar en el autocar por culpa de los descarrilamientos. Les ha costado una
eternidad a los políticos darse cuenta de la maravilla que teníamos. Es una
pena que yo ya pueda disfrutarla poco, al menos tu hijo guardará buenos recuerdos
de este viaje contigo.
- Y con
usted, también tendrá un buen recuerdo de usted. Pero no diga esas cosas, que aún tiene mucha vitalidad y podrá
seguir haciendo este viaje muchos años.
La agradable
voz de la megafonía volvió a interrumpir nuestra conversación para
comunicarnos, tras pasar por Castiello de Jaca, que íbamos a atravesar el
famoso viaducto de Cenarbe, una fabulosa obra de ingeniería que hace que
parezca que el tren vuela sobre el Valle del Aragón.
Al poco rato observamos
la majestuosa cima de La Collarada que se alza sobre el siguiente pueblo:
Villanúa. Es una vista preciosa, todavía tenía nieve en la cima.
Ya nos quedaba poco
para llegar, y cuando nos acercamos a
Canfranc pueblo la voz en off nos contó la leyenda de la maldición de éste
lugar:
- “Hace
ya unos cuantos siglos, un crudo invierno llegó al pueblo, siguiendo el camino
de Santiago una peregrina judía, solicitó alojamiento y comida a las gentes del
pueblo, que no sólo se lo denegaron, además la expulsaron del pueblo (no se
sabe porque obraron así, cuando a los peregrinos siempre se les atiende), antes
de perder de vista la última casa del pueblo, la peregrina les echó una
maldición;
- Vuestro pueblo arderá dos veces y al final habrá una riada que lo hará desaparecer para siempre.
- Vuestro pueblo arderá dos veces y al final habrá una riada que lo hará desaparecer para siempre.
En 1617, contando sólo con 200
habitantes, Canfranc sufrió el primer gran incendio, solo
quedaron en pie la iglesia de la Santísima Trinidad, dos casas, el castillo
real y el molino de harina.
En Junio de 1944, sufrió el segundo incendio,
una chispa del fuego de un hogar, en la parte alta del pueblo, llevado por el
viento hizo que se prendieran los tejados de pizarra carbonosa y las techumbres
de madera del resto de casas, ardieron 117 de las 132 que había. Para
reconstruirlo, se realizó una suscripción nacional (se retuvo el salario de los
funcionarios españoles por un día, pero el dinero nunca llegó a Canfranc)
y la mayoría de la población tuvo que refugiarse hasta en las buhardillas del
poblado nuevo (Canfranc-Estación), donde finalmente, se edificaron barrios
nuevos para los perjudicados, y al final, el pueblo entero se traslado al nuevo
Canfranc.
Los más viejos del lugar esperan
resignados a que cualquier día el río crezca tanto que se desborde y se los
lleve por delante.
La verdad es que esta vez los políticos lo habían hecho bien. Todo
estaba cuidado al detalle. El viaje estaba siendo perfecto, incluso llegué a
pensar si la señora de enfrente no sería una trabajadora de la oficina de
turismo o algo así. Quién sabe, hoy en día los maquilladores del cine hacen
auténticas obras de arte. Me sonreí cuando pensé eso. Claro que también a los
aragoneses nos ha costado años aprender a defender y reivindicar lo nuestro
-
¡Papá, ya llegamos! – Gritó
Víctor. - ¿Qué es eso tan grande?
-
Eso era la antigua Estación
Internacional de Canfranc. Donde transcurrió la historia del oro que nos han
contado. Ahora es un hotel de lujo, pero se puede ver el vestíbulo que lo
dejaron como era antiguamente. Hicieron esta otra estación más pequeña porque
no hay tanto tráfico de trenes como antes.
-
Pues a mí me gusta más la
antigua. Y ahora ¿qué vamos a hacer?
-
Tengo una sorpresa preparada,
pero antes de bajar despídete de esta señora tan amable y dale un buen beso.
-
Muchas gracias. - dijo
Víctor. Y le dio un fuerte beso.
-
De nada cariño. – Contestó la
anciana. Y le dio cuatro o cinco.
-
Adiós señora, ha sido un
placer. Espero volver a verla. – Le dije yo.
Nos apresurábamos a bajar
para aprovechar el día cuando vi que Víctor llevaba en la mano una foto antigua
con algo escrito por detrás. Era una vieja postal.
-
¿De dónde has sacado eso? –
Le pregunté.
- Es de la señora, me la ha
regalado.
-
Pero esto es un recuerdo
personal, vamos a devolvérselo.
Aun estábamos en el pasillo, a unos cinco o seis metros de nuestro
compartimento cuando volvimos a buscarla. Cual fue nuestra sorpresa cuando al
entrar vimos que no había nadie. En ese momento pasaba junto a nosotros el
revisor, que como todo lo demás también iba ambientado como antaño.
-
Perdone señor. ¿Ha visto a la
señora mayor que viajaba junto a nosotros? Tenemos que devolverle algo.
-
Disculpe, - me dijo el revisor, - pero en su compartimento sólo viajaba
usted con su hijo. No he visto ninguna señora mayor en todo el trayecto. – Se
dio media vuelta y siguió pasillo abajo.
Me quedé boquiabierto sin saber que decir, estático. Víctor tiró
de mí indicando que como la mujer se había ido nosotros debíamos hacer lo
mismo. Y así fue. Bajamos del Canfranero y pasamos un día inolvidable.
Aprendimos muchas cosas de aquel lugar mágico y de su Historia, y con las
últimas luces regresamos a Zaragoza en “nuestro” Canfranero. Durante el
trayecto de vuelta no dejaba de pensar en la anciana, y como siempre mi hijo me
sacó del trance;
-
En invierno, con la nieve
¿cómo pasa el tren?
-
La máquina lleva delante una
quitanieves para apartar la nieve de las vías, y si hay mucha pasa antes una
máquina especial de mantenimiento. Además éste tren en invierno se convierte en
el Canfranero blanco, que no significa que lo pinten de blanco, sino que hace
viajes especiales para que la gente suba a esquiar.
-
Me ha gustado mucho, papá. La
próxima vez hay que decirle a mamá que se venga con nosotros.
Cuando el Canfranero hacía su entrada en los andenes de la
Estación de Delicias, Víctor estaba completamente dormido, en la sonrisa de su
cara se podía adivinar que había disfrutado. Lo cogí en brazos y lo llevé hasta
el coche en que mi esposa nos estaba esperando. Una vez en casa lo acostamos, y
tras contarle a ella todo nuestro viaje nos fuimos también a dormir. A la mañana siguiente, Víctor vino corriendo a mi cama y exclamó:
-
Mira, papá, aquí quiero que
vayamos de viaje este verano. – Enseñándome una vieja postal en blanco y negro
de Canfranc. – La encontré ayer en el parque mientras jugaba con mamá.
Entonces, aún algo somnoliento miré el despertador de la mesilla.
Es uno de esos despertadores en los que viene la fecha, la hora, la temperatura
y no sé cuantas cosas más. Todavía era sábado, un sábado del mes de junio de
2010.
ROBERTO
MARÍN.
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