Hace
muchos, muchos años, en la villa de Bellanuga, hoy en día Villanúa, existió un
pastor a quien apodaban Diezcabañas. Nadie recuerda su verdadero nombre, pero
sí se sabe que su apodo se debía a que a principios del verano, cuando subía
los rebaños desde el valle a los puertos, recorría una decena de cabañas en las
que los pastores se refugiaban durante la noche o se protegían de las
tormentas. Ya era el único que hacía aquel recorrido, reunía varios rebaños del
valle y se encargaba de subirlos en verano y bajarlos de nuevo a mediados del
otoño, cuando el frío comenzaba a arreciar.
Un
veintitrés de junio, recién comenzado el verano, y tras dejar el rebaño en los
puertos, bajaba Diezcabañas al valle, y a un par de kilómetros de la villa
escuchó que alguien le llamaba. Diezcabañas se giró y descubrió quién era aquel
que gritaba su nombre tan insistentemente. Se trataba del señor Letranz, el
“profesor” para las gentes de Bellanuga. Letranz, ya jubilado, fue el maestro
del pueblo durante los últimos cuarenta años. Ahora se dedicaba a recopilar
datos y escribir acerca de la historia del valle.
El pastor
preguntó al señor Letranz qué le urgía tanto, y el profesor le comentó que
quería que le acompañase a explorar una cueva que había encontrado cerca del
camino de Santiago, al fin y al cabo, quién mejor que un gran conocedor de la
zona como Diezcabañas para aquel cometido.
Diezcabañas,
con no muy buena cara, le respondió que no era el mejor momento para adentrarse
en ninguna cueva, estaba anocheciendo y esa noche era la noche de San Juan, y
el pastor, aunque era grande y aguerrido, era muy supersticioso, y recordó al
profesor Letranz que esa noche era la elegida por las brujas (o güixas) para celebrar
el Sabbat o aquelarre.
El profesor
se sonrió haciendo una mueca y desmontó los supersticiosos argumentos de
Diezcabañas con otros más convincentes, de forma que el pastor accedió a
acompañarle. Letranz era un hombre culto, ¿quién iba a rebatir sus sabias
palabras?
Así pues
ambos vecinos de Bellanuga pusieron rumbo a la cueva que Letranz había
descubierto junto al camino de Santiago. Al llegar allí ya estaba anocheciendo,
pero tanto el precavido pastor como el pertrechado profesor portaban sus linternas,
que en aquel tiempo eran lámparas de aceite. Apenas se veía una pequeña
abertura entre los arbustos que parecía ser la entrada a la cueva. Apartaron
parte de la vegetación y poco a poco, con mucho cuidado, se fueron adentrando
en aquella cavidad misteriosa.
La cueva
era bastante húmeda, por sus paredes rezumaba el agua que se filtraba del
subsuelo. Estaba algo resbaladiza, por lo que Diezcabañas y Letranz tomaron sus
precauciones.
Se oía el goteo de las preciosas estalactitas formadas por
el paso de miles de años, y conforme se iban adentrando, la cueva se iba
ensanchando dando paso a espectaculares salas llenas de preciosas formaciones
calcáreas.
Todavía no
llevaban media hora dentro de la cueva cuando Diezcabañas, que iba tras el
profesor, se detuvo de repente e hizo detenerse también a Letranz. El profesor
le preguntó la razón de su insistencia en parar la marcha, a lo que el temeroso
pastor con los ojos casi fuera de sus órbitas le respondió que escuchaba una
suave música con voces humanas a lo lejos. Letranz cerró los ojos, y poniendo
sus manos ahuecadas tras sus orejas intentó captar lo que su compañero le
contó. Pero el viejo maestro de escuela no oía ninguna música, y convenciendo
al pastor de que eran imaginaciones suyas prosiguieron su camino.
Minutos más
tarde aquella música acompañada de cánticos con voces femeninas se hizo más
audible, y fue Letranz quien asombrado hizo detener la marcha. Miró a la cara
de Diezcabañas que tenía el rostro descompuesto, pues detrás de aquel
voluminoso cuerpo se escondía un alma temerosa y supersticiosa. Pero Letranz,
con su espíritu aventurero, quiso saber de dónde procedían y sobre todo
descubrir quién las producía. Así pues, reanudó el camino adentrándose un poco
más en la cueva con el tembloroso pastor a sus espaldas.
Tras unos
minutos, y siguiendo aquellos cánticos, llegaron a una sala tan grande como un
palacio. La música venía de allí, resonando como en un salón de la ópera, pero
allí no había nadie. Durante unos segundos, ambos compañeros de viaje buscaron
con su mirada algo que les pudiera dar una pista, hasta que de pronto, como de
la nada, apareció una bella mujer que se presentó como Guirandana de Lay, y con
muy malos modos y palabras malsonantes les reprochó que hubiesen entrado en
aquella cueva.
Diezcabañas
no sabía donde meterse, en los ojos de aquella mujer vio el mal, y tiró de la
chaqueta de Letranz para salir de allí lo antes posible. Pero el profesor,
malhumorado por las formas de la joven, le reprochó su vocabulario y le
discutió que se necesitase algún permiso para estar allí. Esto hizo que la
bella mujer se enojara todavía más y su cuerpo cambió en un instante. Su piel
envejeció de repente y su belleza tornó en desagradable aspecto y de ella se
desprendía un fuerte olor a azufre.
No cabía
ninguna duda, aquella tal Guirandana de Lay era una bruja, una auténtica bruja
en las que no creía el profesor. Y aquellos dos inofensivos vecinos de
Bellanuga habían profanado su Sabbat. Guirandana se elevó en el aire,
levitando, y con un conjuro lanzó una maldición sobre aquellos hombres, destinándolos
a convertirse en piedra y permanecer a la intemperie y para siempre en aquellos
valles. Pero justo antes de lanzar su maldición apuntando con su vara de serbal,
El profesor Letranz gritó hacia la bruja diciendo que todo mal que infringiese
en ellos se volvería contra ella.
Y así fue;
el pastor y el profesor desaparecieron y se convirtieron en los dólmenes de Diezcapanas
y de Letranz, mientras que la malvada bruja se quedó allí transformada en el
dolmen de la Güixas. Pero cuenta la leyenda que cuando un número determinado de
personas hayan visitado los tres dólmenes en el mismo día, un veintitrés de junio, los tres personajes volverán a su forma
natural.
¿Qué número será ese? ¿Será el 666?